Las frías tardes de enero al sol ©by mabm

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Se acercó la boca del cañón a los labios y sopló, satisfecha de demostrarse a sí misma y al resto del mundo que el hábito no hace al monje.

¿Hasta dónde estarías dispuesta a llegar para ser tu misma? —se preguntaba obsesivamente, si bien sabía que no debía hacerlo, que aquella pregunta en bucle, cuya respuesta conocía a la perfección y le aterraba, no hacía más que dañar su frágil e inestable cordura y alimentar al monstruo que, desde que tenía uso de razón, dormitaba dentro de ella. Toda su vida se había sentido fuera de lugar, fuertemente atraída por la oscuridad a plena de luz y aquello no estaba bien, algo en su cabecita no estaba bien; no era feliz.

Pero no siempre había sido así. Hubo un breve lapso de tiempo en que sí lo fue, cuando las frías tardes de enero al sol le daban una tregua a sus demonios que, al llegar febrero, no tardaban en volver a aparecer. Entonces le asaltaba, casi de manera enfermiza, la misma pregunta: ¿soy un monstruo? —se torturaba—, ¿estaré loca? —se preguntaba la muchacha, que ignoraba que los locos rara vez se cuestionan su supuesta cordura.

La pobrecilla había mamado desde la cuna la cantinela de que con esa carita de buena era un ángel. Cada vez que se lo decían y creedme que era constantemente, sentía como si le arrancasen de cuajo lo bueno que sobrevivía en su interior, como si fueran apagando su luz hasta arrastrarla al infierno donde terminó de perder su humanidad. Ya no había lugar para la culpa, sabía lo que era; al fin y al cabo fueron ellos quienes la habían modelado a su imagen y semejanza y convertido en un inhumano monstruo.

Enero 2019