
Una vivaracha niña, sentada en el escalón del portal de su casa, a pie de calle, jugaba a enredar sus piececitos en las redes de pescar que su padre había estado remendando toda la tarde y a hacer correr una de las ruedecitas de corcho, que se le habían soltada, con los dedos manchados de chocolate. Su padre no siempre las cosía delante de su casa. A menudo las zurcía bajo la sombra de los arcos de la lonja del puerto. A su hija le gustaba escaparse e ir a verle trabajar a la orilla del mar. Le llamaban mucho la atención las enormes agujas de color naranja que empleaba para repararlas, parecían horquillas gigantes para el cabello; tal vez para el cabello de una gigante; imaginaba la pequeña.
Eran otros tiempos…
Unos tiempos convulsos donde los amigos se volvieron enemigos, los hermanos luchaban a muerte entre ellos y viejas rencillas convirtieron a sus vecinos en cazadores de brujas. Eran tiempos de angustia donde las paredes tenían oídos y este hombre había escuchado muchísimas veces que quitar a hombre de en medio era tan sencillo como apartar, de una patada, una piedra del camino. Y para que no le pegaran un tiro en la nuca, cuando salía a la calle lo hacía siempre con su pequeña en brazos.
A su padre no le gustaba mucho su nuevo trabajo. Añoraba navegar con su amada «barca de bou», el «Rafalet». Antes, había sido patrón de cabotaje, pero una enfermedad en los pulmones le había obligado a dejar la vida de mar y, al mismo tiempo, librado de ir a aquella maldita guerra que tanto daño había hecho.
La niña nació pocos meses antes de que esta estallara. Su madre (coraje) todavía lucía en la frente la cicatriz con la que una esquina del cuadro de la Virgen del Carmen que colgaba, oscilante y trémulo sobre la cama, la hirió cuando cayó durante unos bombardeos a las afueras del pueblo, que hicieron temblar las paredes, los corazones y las almas, mientras amamantaba a su hijita.
A la hora de acostarse, a la pequeña le encantaba escuchar historias de piratas, barcos hundidos, tesoros perdidos y sirenas. Pero su historia favorita era aquella en la que su padre era el héroe. Y unas veces su madre y otras su padre, amorosos y pacientes, se sentaban en la sillita que dormitaba junto a su cama y empezaban a contarle su cuento:
—Había una vez… —susurró flojito su madre para no desbaratar a la pequeña.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué es lo que había, mamá? —insistió la impaciente niñita, muy ansiosa.
—No quieras adelantarte, hija —respondió rápidamente ella—. A ver, ¿por dónde íbamos?
—Por había una vez —le recordó su hijita que estaba más despierta que dormida.
—Había una vez una cueva en los acantilados de Cala Turqueta, en Menorca. Eran días navideños de pleno invierno, la nieve lo cubría todo y hacía muchísimo frío. Un grupo de marineros tuvieron que refugiarse dentro y para calentarse y poder permanecer toda la noche encendieron un fuego —continuó la madre.
—Mamá, ¿por qué tuvieron que permanecer dentro? —volvió a interrumpir la ahora somnolienta mocosa.
Su madre, haciéndose la sorda, intentó continuar el cuento, pero su padre, que entró justo en ese momento para darle las buenas noches a la pequeña, le tomó el relevo.
—¡Venga, peque!, calla y escucha —le continuó su padre—. Charlando y descansando alrededor de la hoguera, vieron como un barco embarrancaba muy cerca de la costa.
—Papi, ¿cómo se llamaba el barco? ¿»Rafalet» cómo se tuyo? —volvió a interrumpir la curiosa niña.
—No, estrellita de mi mar. Era un barco ruso. A ver si me acuerdo… intentó recordar su papá, que lo tenía en la punta de la lengua.
—¿Y qué ocurrió entonces? —le preguntó su hija a la vez que hacía un bostezo y se le empezaban a cerrar los ojitos.
—Entonces… —pero la pequeña ya soñaba con los angelitos y su padre le dio un beso en la frente, la arropó y salió de la habitación.
Una bella mujer está bordando un pañuelo con las iniciales de su prometido en el portal de su casa, a pie de calle, donde hacía un montón de años se sentaba a jugar y a merendar un trocito de pan con chocolate; su madre siempre le decía que, si le preguntaban de dónde lo había sacado, dijera que se lo había dado una ratita.
La pareja se conoció el día de la Esperanza delante del teatro, del mismo nombre, del pueblo vecino, aunque antes de conocerse en persona, ella ya lo conocía de oídas. La cotilla vecina llegó un día descolocada anunciando que había un nuevo guardia civil en el pueblo, joven y tan, tan delgado, que parecía un fideo; incluso se atrevió a aventurar que en cualquier momento caería muerto de tan flaco que estaba.
A sus padres, sobre todo a su padre, no les hizo mucha gracia que su hija cortejara con aquel chico. Y no era por él, sino por todo lo que representaba el uniforme que vestía. Pero como es bien sabido, el hábito no hace al monje.
Eran otros tiempos…
Tiempos de piratas, contrabandistas y bandoleros, donde aquel joven recién llegado, que en una nada se ganó el cariño de la gente del pueblo, pasaba las noches de servicio en el puerto vigilando que no se sucedieran desembarcos de tabaco, entonces prohibido. A ratos estiraba las piernas haciendo la ronda por las callejuelas adyacentes y a otros, se sentaba a estudiar apoyado en los arcos, sobre uno de los cuales se tambaleaba una destartalada bombilla. Y de vez en cuando cogía la bicicleta y llegaba hasta Cala Gat. Los marineros, que empezaban su jornada cuando aún era de noche, se compadecían de aquel muchachito y le llevaban cajas de gambas para que picara algo; y él ¡se ponía morado!
Una anciana mujer trenza palmito delante del portal de su casa, a pie de calle. Las campanas repican insistentes, brama el mar embravecido y ruge furioso el viento del norte; truena y se enciende el cielo. La tramontana estalla y despeina sus níveos cabellos que, cuando el mar engulle al sol, parecen de plata.
Mujeres con la cara desencajada, unas solas y otras con los niños cargados a la cintura, corren calle abajo. El mar, traicionero, se ha cobrado otra vida; ¿a qué pobre hijo, hermano, padre o esposo se habrá tragado esta vez? Porque el mar nunca olvida cobrarse sus tributos de vez en cuando. Y en medio de tanto revuelo, la mujer va hilando sus recuerdos como hila las hojas de palma con las que teje trenzas que cose unas con otras.
Son otros tiempos…
Un frío día de febrero su tío, apodado el «cubano», y sus dos primos, salieron a pescar con una pequeña barca de remos. Su tía les había preparado una cesta con pan, queso, unas cuantas naranjas y otras viandas. Pero nunca volvieron a pisar tierra. Nunca más se supo nada de ellos. Sólo un remo y un par de naranjas aparecieron flotando sobre la superficie de ese mar que tanto amaban.
Y a medida que las agujas de un oxidado y cochambroso reloj van haciendo camino, hilvanan sus heridas, si bien, como dice el refrán, «el tiempo hace el olvido». Y nuevos vientos de cambio auguran tiempos de prometedora bonanza, mientras que los recuerdos, en suspensión, se le amontonan en las palmas de sus manos trabándole los dedos que entrelazan el palmito.
Verano 2021
Sublime, una vez más. Verdadera magia con las palabras. O mucho más que eso.
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Muchas gracias. Lo que cuento en este texto son historias que me contaron mis padres y mis abuelos. Así que es muy especial para mí.
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